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Jovanka Guardia
Benjamín Boyd
by: Jovanka GuardiaEl médico universal Con esta poderosa frase se muestra a un hombre cuya misión lo llevó a recorrer el mundo y dejar, en todos los rincones que visitó, una huella imborrable de su personalidad y carisma. En Europa, por ejemplo, recibió la Medalla de Oro del Instituto Barraquer de Barcelona, la más alta condecoración otorgada por la oftalmología española.
Era el tiempo del mayor conflicto bélico de la historia: la Segunda Guerra Mundial. Las economías en crisis y esa sensación de incertidumbre se apoderaban del cuerpo y el alma de millones de personas. Aunque resultaba difícil escapar de la ansiedad, en Panamá hubo quienes lo hicieron para llegar muy lejos. En 1941, entre los graduandos del Instituto Nacional estaba Benjamín Franklin Boyd Díaz. Su edad, muy corta, apenas 17 años, lo que contrastaba con la lista de sus sueños tan interminable como el ímpetu por devorarse el mundo. Ese brío y fervor patriótico tan disímil con su juventud, quizás fue heredado. El abuelo de Benjamín fue Federico Boyd, ingeniero, político y prócer, miembro de la Junta Patriótica Revolucionaria que logró la emancipación de Panamá de Colombia, en 1903 y fue el cuarto presidente de la República de Panamá. Igualmente su tío, el doctor Augusto Samuel Boyd, fue un destacado médico cirujano que ejercía como primer vicepresidente y asumió la máxima magistratura del país en 1939, cuando murió el entonces presidente de la república Juan Demóstenes Arosemena. “El que tiene historia dentro de sí mismo, la aprecia mucho más que el que no la tiene”, explica ampliamente Benjamín. Mientras habla, voltea su mirada hacia una galería de fotografías localizada en una de las paredes de su apartamento de Costa del Este, en la periferia de la ciudad y donde se observa a las “personas influyentes” de su familia, o a los “meros meros” como él orgullosamente los llama. Son cuadros de sus padres, su abuelo, su tío, además de una colección de los diplomas, los reconocimientos y las distinciones del más alto nivel de los que ha sido objeto por parte de distintas naciones, universidades y facultades de medicina.
Crecer en medio de la guerra
Política y amor por la medicina definen al hombre que escogió su destino cuando todo a su alrededor era incierto. “Había una crisis económica mundial y mi familia tuvo que replegarse de nuestra vivienda, de una casa muy buena en la calle Domingo Díaz nos fuimos a un sitio llamado La Pradera, en Río Abajo”, recuerda Benjamín después de setenta años, con tanta claridad que sorprende. “Todo estaba muy caro, así que por las noches apagábamos las luces para ahorrar”. Eso viene a su mente cuando retoma sus vivencias en medio de la guerra. Sabe que sus padres intentaban reducir los gastos de energía eléctrica, pero no escatimaban esfuerzos a la hora de abonar a la educación de sus siete hijos. Benjamín, el cuarto de los descendientes de Alfredo Oliverio Boyd y Silvia Díaz, fue a la primaria Justo Arosemena, una escuela pública a la que asistía la clase popular de aquel entonces. Culminada la primaria, se fue a completar su secundaria en el Instituto Nacional, al que llegaba cada día después de atravesar la ciudad desde Río Abajo, primero en “chiva” y luego en tranvía. La experiencia lo hizo independiente desde muy niño, pero además, le permitió vivir su infancia y adolescencia desde dos perspectivas. Él las define con facilidad diciendo: “en lo académico, la primaria Justo Arosemena y el Instituto Nacional, y en lo social, el Club Unión”. Fue en el Instituto Nacional donde pronunció sus primeras palabras en inglés, las que escuchó de boca de la profesora que los enamoró a todos: Rosalina Saéz.
“Todavía la recuerdo”, cuenta con la picardía de un niño. “Era atractiva de cuerpo, de cara y con una dicción perfecta […] así aprendí la introducción al inglés”. El pertenecer a una familia aristocrática, o de “alcurnia” como los llama el propio Ben, no eximía a los Boyd-Díaz de asistir a los colegios de la clase media. De hecho, “Alfredo, mi padre, no era amigo de los aristócratas, aunque él lo era”. Ben crecía con los muchachos del “Nido de Águilas”. Con ellos iba madurando, pero a la hora de los bailes y las fiestas, su condición de miembro de una familia de sociedad lo llevaba hasta el Club Unión, el más prestigioso de la época y el mismo donde luego conocería al amor de su vida. De esos años, tiene los recuerdos muy frescos.
Habla del sacrificio de viajar largas distancias todos los días para llegar al Instituto Nacional, aunque aprovecha la oportunidad para destacar la “enseñanza de un calibre tremendo” que allí recibió. Docentes de la talla de Méndez Pereira forjaron su mente y moldearon su espíritu. Cuando habla de este episodio, la efusividad se hace visible en el rostro de Benjamín. Cuenta orgulloso su paso por este colegio y al mismo tiempo, expresa con nostalgia el desencanto de observar la transformación del Instituto en un plantel tan diferente del que conoció. “Todas las peleas en el Instituto Nacional me duelen mucho porque yo no fui a ningún otro colegio… hice toda mi secundaria sólo allí y el sistema educativo era diferente”. Lo que dice cobra más sentido porque el interés de Benjamín por la medicina, que ya habían sembrado en él sus padres, creció mientras caminaba por los pasillos de su colegio y pensaba en cómo aprovechar los vínculos familiares a los que llama “su primera suerte”. Es que para entonces surgió su amistad con Jaime de la Guardia, el más prominente cirujano de este país. Un médico que marcó para siempre la trayectoria profesional de Benjamín y que él describe como “una persona excepcional”.
De la Guardia fue parte de un grupo de civiles y doctores panameños que se reunió para echar a andar, en 1949, una obra singular llamada Clínica Hospital San Fernando, una institución que se convirtió en alternativa de atención médica privada. Fue profesor y rector de la Universidad de Panamá. Y allí no acaban sus nexos. Benjamín se alió también al médico urólogo Daniel Chanis, otro grande. Doctor y político panameño, presidente de la república en 1949 y primer designado a la transición presidencial, luego del grave estado de salud del presidente Domingo Díaz Arosemena. Graduado en la Universidad de Edimburgo en 1917, trabajó como médico en Escocia y en Panamá. “Me aferré a estos grandes médicos desde muy joven. Ellos se convirtieron en unos padres para mí”. Todo esto ocurría mientras el mundo seguía en guerra. La situación se tornó tan complicada que se ordenó la graduación de todos los estudiantes del país, el Instituto Nacional incluido, antes de lo usual.
El temor del Gobierno Nacional provenía de la posibilidad de que el canal de Panamá, que ya funcionaba, fuera un objetivo de los países en guerra y, por tanto, se consideró conveniente enviar a los alumnos a su casa. Sin mayor solemnidad, pero convencido de que su futuro estaba en la medicina, Benjamín culminó sus estudios. “Todavía en mi memoria lejana veo el aula máxima donde recibí el diploma de terminación de la escuela secundaria, que se nos dio en momentos complicados porque ya Panamá era un aliado muy especial de los Estados Unidos”, reflexiona. Cumplida esa etapa se encaminó a la mayor aventura de su vida: mudarse solo a un país extraño, y convertirse en profesional. Parte del camino ya estaba adelantado por su amigo Jaime de la Guardia, quien no dudó en recomendarle un centro educativo que Benjamín categorizó rápidamente como un “colegio de estudiantes de alta alcurnia”. Era la Universidad de Duke, en la localidad de Durham, Carolina del Norte.
No se trataba de cualquier recomendación, no lo fue antes y no lo sería ahora. La Universidad de Duke es una de las instituciones educativas privadas más reconocidas de los Estados Unidos y del mundo. Reportes de internet indican que en su edición de 2014, el U. S. News & World Report colocó a Duke en el puesto número siete entre las universidades estadounidenses. De la Guardia estaba relacionado con esta universidad porque precisamente su hijo estudiaba allá. Cuando su joven amigo Ben acudió a él en busca de consejo, no le fue difícil hablarle de Duke.
A otro mundo
Con su inglés limitado, de apenas una que otra palabra bien pronunciada, y lleno de nervios, Ben partió un día hacia Durham. Dejó Panamá y a su familia para convertirse en médico. Y no solo era la primera vez que abordaba un avión y un tren, por añadidura, Ben jamás había estado tan lejos de su padre, de su madre y de su patria. Sin embargo, estaba tan enfocado en su meta que se percibía en él una fortaleza inquebrantable, un deseo de surgir que le impedía mirar para atrás. Antes de salir de su tierra natal, ya había digerido la idea de que le esperaban días duros. Y así fue. El primero de ellos ocurrió justamente en ese primer viaje, que hizo en un avión de hélice que paraba primero en Cuba. Al llegar a Washington, Ben parecía haber superado la primera parte del martirio. Sin embargo, una nueva aventura estaba por comenzar. Con el inglés que aprendió con su amor platónico: la profesora Rosalina Sáez, debía explicar a un operador de Penn Station, la estación del tren, cuál era su destino. Todo un reto para un muchacho de solo 17 años que por primera vez pisaba tierras estadounidenses. Pero Ben se le medía a ese y otros retos. Enfrentó con valentía la prueba y la superó con creces.
Esa tarde se paró frente al oficial de la estación y le explicó, como pudo, que debía llegar a Durham, Carolina del Norte. Afortunadamente el señor de la boletería le entendió y hasta le proporcionó un mapa para que se orientara. “Los norteamericanos siempre fueron muy amables conmigo y muy comprensivos de mi inglés machacado. Se dieron cuenta que yo estaba haciendo un esfuerzo”, reconoce. Sin muchas vueltas y poco tiempo después, el muchacho se encontraba en el vagón de un tren repleto de soldados. Fue entonces cuando un incidente alteró la tranquilidad del viaje. Un soldado pateó la mochila de Ben con tanto enojo que lo hizo pensar que no saldría vivo del tren. La escena era lo más parecido a la narración bíblica de David y Goliat. Un jovencito de 17 años que probaría suerte enfrentando a un experimentado soldado dispuesto a todo. “Yo sabía que llevaba la peor parte si peleaba, pero no tenía opción”. Resignado y con el corazón pendiendo de un hilo, Ben se armó de valor y se dispuso a pelear. A su lado, otro soldado se apiadó de él. “Le di lástima y agarró al tipo y le pegó sus trompadas”, narra con una sonrisa de regocijo, esa misma que seguro se dibujó en su rostro cuando salió ileso de semejante desafío. Una vez fuera del tren, vinieron a su mente nuevas dudas sobre el próximo paso. “Cuando me bajé en esa estación yo era un jovencito y estaba solo. No tenía casi nada de dinero. Eran otros tiempos, no como ahora que los hijitos de papá y mamá lo tienen todo”, reflexiona Ben tratando de llamar la atención sobre el sacrificio que fue para él mudarse a un país desconocido y con nada más que el deseo enorme de surgir. Nada parecía aliviar la carga sentimental de Ben en aquel momento. Estaba en el lugar que se había propuesto estar, pero lejos de todo y de todos. Abordó un autobús que lo llevó hasta su nuevo hogar. Fue entonces cuando se encontró frente a una “universidad bellísima”, el más imponente edificio que sus ojos habían observado.
“Yo llegué y me registré y me dieron un cupo para un cuarto de la universidad. Me ayudó mucho que fuera allí mismo y no en un pueblo alrededor”. El escritor panameño Ernesto Endara, ganador de múltiples premios por sus aportes en los géneros de teatro, cuento, novela, ensayo y poesía, narra en su libro Por los caminos de la luz: vida y obra del Dr. Benjamín F. Boyd, la primera experiencia del joven en Duke.
Nuestros estudios son fuertes e implacables. Solamente los mejores reciben sus grados. De cada cinco de ustedes, dos abandonarán nuestras aulas sin terminar lo que empezaron. Las razones para rendirse son siempre tristes, por lo tanto no las mencionaré. Os deseo la mejor suerte y al mismo tiempo os doy la bienvenida.
Así se expresó el decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Duke ante Ben y el resto de los recién llegados. Durante los siguientes cuatro años, Ben recorrió los pasillos de la institución como cualquier lugareño. Lo cierto es que fue uno de los primeros diez estudiantes del exterior aceptado en ese centro educativo, de los cuales solo tres eran latinos como él. Ese primer logro empezaba a dejar el nombre de Panamá en alto. Enfatiza Ben, convencido de que su éxito fue el producto de la perseverancia y el perfeccionamiento de su segundo idioma:
Allí hice mis primeros años de universidad, muy fuerte, muy serio. Tenía que tomar clases extra con un profesor de inglés y mi familia con esfuerzo me ayudaba económicamente porque yo no tenía entrada… Eso fue clave y que lo entiendan los jóvenes. Por mi conocimiento del inglés llegué a ser el doctor Benjamín Boyd, Premio Humanitario de América Latina.
(El Premio Humanitario, instituido por la Asociación Panamericana de Oftalmología (APAO), es equivalente a un Oscar de la Academia en el campo de la actuación).
Paso a paso
Duke conoció a un joven entregado a los estudios, dedicado y con una vocación a prueba de los más difíciles retos.
Toda mi vida fue esfuerzo, dedicación, estudio, práctica. Esa experiencia con el profesor de inglés no se me puede olvidar porque él me corrigió mi dicción. Eventualmente llegué a tener, después de muchos años de estudio, la capacidad para hablar un perfecto inglés y también escribirlo.
No había vacaciones ni horas libres. Sus jornadas eran extenuantes, pero iban dando forma a un hombre excepcional que contó siempre, a la distancia, con el apoyo de sus padres. “Nos escribíamos cartas todo el tiempo”, una comunicación, en aquel momento, era tan importante para Ben como el aire que respiraba. Sin correos electrónicos o celulares, las cartas eran su conexión con Panamá, con su gente. Siempre fue agradecido, no pretendía defraudar a sus seres queridos y amigos que esperaban lo mejor de él. Además, sabía que tenía una oportunidad única que debía aprovechar al máximo. En medio de la arquitectura fascinante de Duke, Ben descubrió mucho más que matemáticas, física y un buen inglés. Se hizo un hombre de fe. El decano de la Facultad de Religión de Duke era cura y Ben iba a misa todos los domingos a escucharlo. “Era un sermón que me llenaba el corazón… no era un curita cualquiera”. Ya para entonces su nivel de inglés le permitía entender las palabras del reverendo. Así transcurrió el tiempo. Los cuatro años de premedicina terminaron siendo tres para el futuro doctor Boyd y con el título de Bachelor of Arts.
El sacrificio, la dedicación y la determinación con que vivió sus días en Carolina del Norte rindieron frutos. Para esos mismos meses, en los que Ben consolidaba su carrera, en otra parte del mundo miles de soldados peleaban en la Segunda Guerra Mundial. La economía de tantos países seguía golpeada y la sensación de incertidumbre no dejaba de recorrer cada recoveco sin reparo. Ahora su mirada se dirigía hacia la siguiente etapa, una escuela de medicina, la mejor de todas. Tenía la opción de quedarse en Duke y como él mismo dice, “era lo más lógico”, pero resulta que Ben no era un chico de esos que se descifraban fácil; todo lo contrario, actuaba con meditación y obedecía al intelecto. “Aunque Duke tenía una escuela de medicina al lado, yo quería algo más para afianzar el inglés. El inglés, el inglés y el inglés. A esa tierna edad me di cuenta que sin el inglés estaba muerto”, justifica sonriendo. Por eso, se presentó a la Universidad de Northwestern en la ciudad de Chicago.
Tenía que competir con estudiantes en su idioma, en su país y yo era un “pelaito” que estaba todavía cancaneando. Sin el inglés no hubiera sido yo y no hubiera dado los pasos gigantescos que me permitieron ocupar después, un sitio importante en el hemisferio entero y después en el mundo, aunque siempre mantuve mi español. Ben exaltó sus raíces siempre que pudo e instó a sus coterráneos a seguir sus pasos y trazarse las metas más altas. El panameño no debe sentirse limitado para estudiar, de querer hacer, de ir a la excelencia, para eso sólo se necesita tener la chispa, tener en su cabeza lo que quiere y tener un motor encendido que lo llevará a la excelencia…
La realidad de Northwestern era muy distinta a la de Duke. Los pasillos no eran tan amplios ni la naturaleza tan hermosa alrededor, no había habitaciones cómodas en el campus de hombres, ni praderas verdes para sentarse a estudiar; sin embargo, en ambas el prestigio era indiscutible y Ben lo sabía. Le tocó vivir en un apartaestudio (cuarto con cama plegable a la pared) a unos 40 minutos de la universidad en autobús. En invierno, el frío estremecía cada hueso de Ben. No llegó a acostumbrarse, pero trató de que al menos fuera más llevadero. El tiempo lo hacía amar más la profesión que escogió y por la que ya había dejado de lado muchas horas de sueño y de diversión propias de su edad. Años después, en 1979, ese esfuerzo fue reconocido en el discurso del doctor Alfonso Gaitán Nieto, eminente oftalmólogo colombiano y una de las autoridades más reconocidas en esta especialidad, durante el homenaje que se hiciera al doctor Boyd en la ciudad de Bucaramanga, donde se le entregó el Diploma de Honor y Medalla de Oro por su brillante ejecutoria.
La consagración al estudio iba adquiriendo día por día en los repliegues de su voluntad nuevos destellos y firme robustez los anhelos de adquirir nuevas verdades dentro del campo oftalmológico y desde entonces entrevé los esplendores de un brillante porvenir.
Después de vencer el frío, los fuertes vientos de Chicago, las prácticas de campo que eran parte del currículo de la Facultad de Medicina de la Universidad Northwestern y también la soledad, Ben se recibió como doctor en Medicina. Es esta parte de su vida la que lo conmueve más. Su tono de voz cambia de pronto y su mirada se vuelve profunda. Sobradas razones si lo que dice después es: “fue muy duro […] no sólo era el inglés, es que no tenía a nadie. Tuve que hacer una familia en mis compañeros de colegio y de la universidad”. En el aula máxima de Northwestern, Ben escuchó decir: “Recibe su diploma el doctor Benjamín Franklin Boyd Díaz de Panamá”. Otra vez solo, pero con la satisfacción de haberles cumplido a esos padres que lo dieron todo por verlo convertido en un profesional de la medicina. Los primeros años de una larga carrera concluyeron en 1949. Desde Duke hasta Northwestern transcurrieron ocho años, y en ese tiempo no hubo una sola visita a Panamá. Ni veranos ni encuentros familiares.
De vuelta a casa
En lo académico, Ben tenía pendiente un año de internado que, por influencia de su viejo mentor, Jaime de la Guardia, cumpliría en el hospital Gorgas, administrado por el ejército estadounidense y considerado de primerísima calidad. Este nosocomio fue construido en el año 1876 e inaugurado el 12 de septiembre de 1882 por el arzobispo de Panamá, monseñor Telésforo Paul. Estados Unidos reconocía al Gorgas como un hospital de enseñanza. Los heridos de la guerra de Corea llegaban al Gorgas y allí, los más famosos cirujanos y médicos estadounidenses los atendían. Como interno, el doctor Boyd trató todo tipo de enfermedades y se relacionó con más de una especialidad. Se trasnochó en la sala de urgencias, diagnosticó fracturas y enyesó varios pacientes. Pero, a medida que pasaba el tiempo, Ben iba descubriendo su verdadera pasión. “Decidí seguir la oftalmología, una bellísima carrera. Una especialidad muy fina, no hay sangre, es limpia. Como si fuera un juguete, pero un juguete sumamente delicado”. O como se lee en la publicación del escritor Endara:
Los ojos son los balcones por donde nuestra alma se asoma a contemplar el mundo. Balcones desde los cuales vemos suceder el tiempo, por donde miramos la hermosura de nuestro mundo, así como también sus sombras y dolores. Balcones móviles que, trasladados por el cuerpo, nos representan el entorno, que enfocan nuestro trabajo, que nos desvelan las piezas de la vida y que describen con toda fidelidad a nuestros seres amados. Además de todo esto, para un oftalmólogo, los ojos también son un reto permanente, son órganos a los que se les debe brindar siempre la luz.
El doctor Boyd fue nombrado jefe de residentes en oftalmología del hospital Gorgas, en la Zona del Canal, en el año 1953. Tenía a su favor las enseñanzas de su jefe, un doctor estadounidense de apellido Shreck, quien contaba con las credenciales del American Board of Ophthalmology, la más prestigiosa organización de los Estados Unidos. Fue justamente al lado de este médico que Ben vivió una experiencia de esas para las que no existe explicación terrenal. Una mañana de ronda por los pasillos del Gorgas y con más soldados heridos llegando de la guerra, Ben hacía pausas para atender cada caso en detalle. Se encontró así a pacientes con traumas provocados por granadas o minas. Entre todos ellos, el doctor Boyd tomó una de las fichas clínicas.
Allí estaba un hombre con graves heridas en ambos ojos, a punto de quedar ciego, un verdadero reto médico. Ben sintió afinidad con aquel soldado, pese a que las vendas en sus ojos y su cabeza impedían identificarlo. Le pidió a su jefe Shreck que le permitiera atenderlo y él accedió. El doctor Boyd le habló al hombre y le explicó su condición tan delicada. Le dijo que haría todo lo posible por salvarle la visión de al menos uno de sus ojos. Cuando ya habían sido retiradas las vendas y el rostro del paciente quedó al descubierto, Ben estuvo frente a esos milagros de la vida que la ciencia no logra explicar. Su paciente era aquel joven soldado que le salvó la vida en el vagón del tren cuando él apenas tenía 17 años. El mismo que se enfrentó a su compañero para salvar de los golpes a un desconocido.
Sin duda, la operación que el doctor Boyd le practicó al soldado después fue la más gratificante de su vida. Siempre se sintió en deuda y ahora había encontrado una forma de agradecerle su intervención en una batalla de la que seguramente no hubiera salido ileso. “Es el destino”.
Un buen “partido”
Con un manejo perfecto del idioma inglés, su acervo cultural y el título de médico y especialista debajo del brazo, el doctor Ben Boyd era un soltero codiciado. De vuelta en casa, era hora de socializar, de conocer a muchachas de su edad y hacer una vida en el Panamá que dejó cuando el mundo estaba en guerra. Su padre estaba muy enfermo y su madre lo esperaba ansiosa. El doctor Boyd estaba lleno de ilusiones y dispuesto a hacerse un nombre. “En el Gorgas aprendí al menos el 50% de la oftalmología de ese entonces”, reconoce. Ben se casó y compartió su vida con Carmen Teresa Lewis de Boyd, madre de sus cuatro hijos vivos y de dos que murieron siendo bebés. “Todos dicen que físicamente se parecía a Ava Gardner”. La actriz de cine clásico estadounidense era bellísima y así describe Ben a su esposa “Canqui”, como la llamaban. “Una gran dama, a su edad, 19 años.
Una mujer muy tranquila, inteligente, dedicada a su familia. Nos casamos en la iglesia Cristo Rey cuando yo todavía estaba de interno en el Gorgas y tenía que hacer turnos”, cuenta emocionado. La boda se realizó el 15 de octubre de 1949. Canqui tenía 19 años y Ben, 25. Ella era hija de don Samuel Lewis Arango, fundador y propietario del periódico El País, y doña Raquel Galindo de Lewis. Su bisabuelo fue un destacado prócer de la independencia de Panamá, don José Agustín Arango, quien fungió como senador de la República de Colombia y fue una figura destacada del movimiento separatista que culminó con la independencia en el año 1903. En principio, había solo para lo necesario. “Con mi sueldo pequeño y ayuda de mis padres, compré un carro de tercera mano. Dormía una noche en mi casa y una en el hospital y me llamaban aunque fueran las tres de la madrugada”. Antes de casarse, Canqui fue la amiga entrañable de Ben y al convertirse en su esposa, fue su apoyo incondicional en la difícil tarea de sanar un órgano tan sensible como la vista. El doctor Boyd no descansaba. Tan pronto terminó el internado, continuó su especialización en oftalmología en el hospital Gorgas, también de la mano de su colega, Shreck. “Fui esclavo de mis estudios”. ¿Y qué vino después? La pregunta provoca en Ben una enorme sonrisa, tan espontánea como cada palabra que hasta ahora ha contado. “Vino defenderme”. Su nombre ya era conocido en la sociedad panameña. Se le respetaba como a todos aquellos médicos que habían pasado por el prestigioso hospital Gorgas.
Del doctor Boyd se sabía que era el mejor oftalmólogo de Panamá, que había estudiado en las más prominentes universidades estadounidenses. Todos estaban al tanto de su amor por la medicina y de la calidad humana que lo distinguía. Con estos antecedentes, decidió abrir una modesta clínica en la Vía España, al lado del caserón conocido como El Casino, frente a la calle 37. Para llegar al consultorio era necesario subir una escalera. Una vez arriba, Ben ponía todo su empeño para atender a sus pacientes en compañía de una enfermera. “Me fue bien, ya la gente me conocía”, dice como repasando los recuerdos de lo que representó esa clínica para él. El consultorio funcionó por más de cinco años hasta que fue trasladado a un sitio más amplio.
El médico compartía su tiempo entre la clínica y el hospital Gorgas. Fue en ese tiempo cuando le tocó atender a un paciente muy importante. Llegó a la sala de urgencias el presidente de Nicaragua, Anastasio Somoza García, apodado Tacho, quien ocupó la presidencia de ese país de1937 a 1947, y en una segunda ocasión, de 1950 a 1956. A Somoza le dispararon durante un evento público en la ciudad de León. La estrecha relación de los Estados Unidos con Nicaragua permitió que fuera internado en el hospital Gorgas de la Zona del Canal; sin embargo, no pudo hacerse mucho por él y murió pocos días después. Asimismo, a Ben le tocó atender a figuras polémicas, como el sah de Irán, Mohamed Reza Pahlevi, quien llegó a Panamá en un avión militar estadounidense procedente de Texas. En nuestro país, el sah buscó la tranquilidad y el anonimato, hospedándose en la isla Contadora. El ejercicio médico del doctor Boyd se fue fortaleciendo poco a poco. “Me apoderé del mundo”. Comenzó su posicionamiento internacional. Definitivamente nada define más al médico panameño que su impacto en más de un continente, tal como lo dijo el doctor colombiano Alfonso Gaitán Nieto en un discurso de 1979.
Al hacer la síntesis de la vida profesional del Dr. Boyd estoy apenas rememorando el reconocimiento que de todas partes del mundo se ha hecho a un insigne maestro de la ciencia de la medicina, en especial a la oftalmología, a la cual ha dedicado su vida entera. Mucho pudiera decir de este gran científico y de su obra, pero en esta oportunidad apenas si puedo pintar con sutil pincel la vida meritoria de quien en corto tiempo ha logrado escalar la cima para alcanzar el pedestal de la fama y la gloria.
Highlights of Ophthalmology
Para esos años echó a andar su nueva clínica, más moderna y espaciosa. Esta vez se valió de todas las amistades de distintos países que aún conservaba, para dotar el lugar con los adelantos científicos y tecnológicos de la época. La Clínica Boyd se ganó rápidamente el prestigio nacional y el reconocimiento en el extranjero. El joven doctor estaba orgulloso, pero a la vez sentía esa necesidad de seguir creciendo. Miraba al horizonte y sentía que le faltaba mucho camino por recorrer, sobre todo fuera de Panamá, donde él, como pocos, ya había ganado adeptos. La pregunta que retumbaba en su mente era ¿cómo lograrlo? Estaba claro que no existía relación entre la comunidad médica de oftalmología de América del Norte, Central y del Sur, y Ben soñaba con unirlas. Mucho menos había literatura en español sobre esta rama. Un día se le ocurrió que una forma de estrechar lazos era escribiendo sobre los avances científicos y las novedades en materia de oftalmología en todo el mundo. Así nacieron tres páginas, redactadas en inglés e impresas en papel cebolla, que se distribuían gratuitamente a los médicos de América Latina y que llevaban por nombre Highlights of Ophthalmology.
Esas primeras publicaciones contenían la información más sobresaliente que había sido presentada en el Congreso de la Academia Americana de Oftalmología, reunida en la ciudad de Chicago. La lista de temas era larga porque se trataba de una jornada intensa de cuatro a cinco días de duración. “Yo era muy audaz, era simpático y por eso, hice buena relación con eminencias de los Estados Unidos”, recuerda el doctor Boyd, aludiendo a figuras de los más renombrados hospitales de ese país. La nueva modalidad de difundir literatura médica capturó la atención de todos. La sagacidad de Ben le permitía congeniar con colegas de todos los niveles y distribuir los Highlights.
Después de Chicago y con el interés planteado por los médicos de las tres regiones (América del Norte, del Sur y Central), se celebró el Primer Congreso Panamericano de Oftalmología, en Perú, y allí hubo representación de la Academia Americana de Oftalmología. El encuentro cumplió su propósito de que los oftalmólogos se conocieran e intercambiaran experiencias, pero además, le permitió a Ben recolectar todos los teléfonos y direcciones posibles para posteriormente enviar los Highlights. Su esposa Canqui era su apoyo en esa misión. “Reuníamos toda la información actualizada que pudiéramos y luego, desde nuestra casa en Panamá, la mandábamos por correo aéreo”. No había fax, correo electrónico, chat o cualquier otra herramienta tecnológica que aligerara el proceso. En aquel congreso se decidió también que solo un médico latinoamericano cumplía con los requisitos para llevar adelante la idea de unir las Américas en materia de oftalmología.
Nace entonces la Asociación Panamericana de Oftalmología (APAO) y se elige, por unanimidad, al doctor Boyd como director ejecutivo de la agrupación. Para ese entonces, la organización contaba con unos 300 miembros y ese número llegó hasta ocho mil bajo su dirección. “La misión que yo me puse fue organizar grupos de América Latina en cuanto a nuestra rama. No había directorio médico, así es que yo gastaba los pocos reales que tenía en comunicación internacional”, explica el médico. Por 25 años se desempeñó como director ejecutivo de la APAO. “Usaba mi dinero para los gastos de viaje y también para mis publicaciones”. Pronto se verían los frutos de su esfuerzo y empezaría a reconocerse al doctor Benjamín Franklin Boyd Díaz como uno de los grandes oftalmólogos del mundo. “La gente comenzó a tomarme en serio y seguí con mis escritos”.
Los Highlights pasaron de ser tres páginas impresas a publicaciones de tapa dura de entre 250 y 300 páginas contenidas en 33 volúmenes. Su popularidad, más de 50 años después, sigue intacta. El número de lectores alcanza los 80 mil y la distribución, 106 países en español, inglés, italiano, japonés, portugués y chino. En este último idioma, el doctor Boyd se propuso como meta vencer los asuntos políticos que mantenían a América Latina distante de la República Popular China. Es así que se puso en contacto con colegas de Hong Kong, quienes rápidamente se interesaron por los Highlights y los hicieron circular allá. “Los Highlights eran como una novia” dice jocosamente el doctor Boyd, pues había que dedicarles “tiempo y dinero”, y así lo hizo él. La publicación, regional primero y universal después, hoy es dirigida por su hijo Samuel, quien siguió sus pasos en el campo de la oftalmología. “La gran contribución de los Highlights fue unir, personal y profesionalmente, a médicos oftalmólogos de todo el mundo que no se conocían, ni siquiera por cartas”.
De esa forma resume el doctor Ben su más valioso aporte al mundo de la medicina. Otra de las inquietudes del doctor Boyd lo llevó a convertirse en profesor y fundador de la Facultad de Medicina de la Universidad de Panamá. A él y a otros médicos, como Antonio González Revilla, Rolando Chanis, Manuel Preciado, Luis Vallarino, Luis D. Alfaro, se les reconoce como los fundadores de la facultad. Boyd, el más joven, presentó como su principal acreditación el certificado que le dio el American Board of Ophthalmology, que en aquel tiempo solo se había otorgado a un latino. Más tarde, durante la administración del nuevo decano, su viejo amigo Jaime de la Guardia, Ben se convirtió en secretario general de la Facultad de Medicina. Vino luego el cierre temporal de la Universidad de Panamá por el golpe militar que derrocó al doctor Arnulfo Arias Madrid. Con la reapertura, unos años después, el doctor Boyd se convirtió en decano de la Facultad de Medicina.
Adiós a la amiga, compañera y esposa
El doctor Boyd se considera un hombre afortunado. Sabe que su éxito fue producto del trabajo arduo, pero al mismo tiempo reconoce que contar con una familia tan unida y con una esposa excepcional como Canqui, le permitió alcanzar sus metas. La bella Canqui siempre estuvo allí para él y para sus hijos. Mantuvo una fortaleza envidiable, a pesar de que le tocó afrontar la muerte de dos de sus hijos. Todo marchó de esa forma hasta que un día fue diagnosticada con la enfermedad de Parkinson. A partir de ese momento fue sometida a tratamientos médicos, aunque esta enfermedad es incurable. Por un tiempo se notó mejoría en Canqui; sin embargo, habiendo transcurrido unos meses, otra terrible noticia sacudió a la pareja Boyd-Lewis. “Leucemia y de las peores”, eso dijeron los médicos a Ben sobre su esposa y le recomendaron llevarla al exterior para tratarla. La noticia lo devastó. Cuando ya parecían haber vencido el Parkinson, se les paraba por delante esta nueva batalla.
A partir de allí, el doctor Boyd comenzó los arreglos para llevar a Canqui a Houston, específicamente al hospital M. D. Anderson, que le habían recomendado sus colegas y amigos estadounidenses. La hospitalización se extendió por cuatro meses, periodo en el que el doctor Boyd no se separó de Canqui; tampoco sus hijos, quienes fueron y vinieron procurando pasar junto a sus padres todo el tiempo posible. A pesar de todo aquello, del dinero invertido y del traslado a los Estados Unidos, Canqui no resistió. Murió unos días después de su retorno a Panamá. Ernesto Endara anota en su libro las dudas del doctor Boyd sobre la efectividad del tratamiento aplicado a su esposa.
“Fue notable, la diferencia entre la Canqui que salió de Panamá y la que tuve que ver a los pocos días de iniciado el tratamiento”. Boyd reflexionó que tal vez hubiese sido preferible haberse quedado en Panamá y no hacerla pasar por tan doloroso e ineficaz tratamiento. En esa misma línea se expresó ahora durante nuestra entrevista. “Si tuviera que elegir en este tiempo, no lo haría, no la llevaría a los Estados Unidos”. Falleció el amor de su vida, la madre de sus hijos y su inspiración. La mujer que no solo creyó en él, sino que además, lo instó a no desfallecer. A estudiar para seguir cosechando éxitos, eso pese a que ello implicara restarle tiempo valioso a ella y a sus niños. Sobre la muerte de Canqui, el libro de Endara recoge las emotivas palabras de su hija Raquel “Paqui” Boyd Lewis.
Canqui era lo más delicado y querido para mí. Durante su enfermedad pasé cuatro meses con ella en un hospital de Houston. En aquel hospital las visitas eran muy estrictas, pero finalmente los médicos, ante mi insistencia, se dieron por vencidos y me dejaron estar con ella casi permanentemente.
Más adelante añade,
… perdí a mi madre, y quedó un hueco imposible de rellenar, pero me queda mi padre que es una fortaleza, un palacio, un amor en quien confiar. Además se casó con una estupenda mujer en la que no sólo él ha encontrado el apoyo y el cariño que tanto anhelamos los seres humanos, sino también, los hijos de Canqui.
Paqui se refiere a la señora Vylma Cordovez viuda de García de Paredes, última esposa del doctor Boyd y a quien él describe como “una mujer guapa, interesante, con un especial sentido del humor”.
Antes de Vylma, el doctor Boyd había contraído nupcias con la señora Gloria Altamirano Duque. Vivieron una época maravillosa que culminó pronto luego de que Gloria enfermó y falleció repentinamente, en el sexto mes de matrimonio.
El médico universal
Con esta poderosa frase se muestra a un hombre cuya misión lo llevó a recorrer el mundo y dejar, en todos los rincones que visitó, una huella imborrable de su personalidad y carisma. En Europa, por ejemplo, recibió la Medalla de Oro del Instituto Barraquer de Barcelona, la más alta condecoración otorgada por la oftalmología española.
Para mí, una de las cualidades más importantes de Ben Boyd es su gran humanidad, unida a su capacidad científica y certeza clínica. Por los cinco continentes se encuentran amigos que le deben algo o mejor dicho mucho […] Benjamín Boyd, profesor y maestro, ha sabido tender puentes entre todas las sociedades oftalmológicas del mundo y limar asperezas con su peculiar habilidad y tacto innato…
Esto escribió para el libro de Endara el profesor Joaquín Barraquer, catedrático de Cirugía Ocular y cirujano-director del Centro de Oftalmología Barraquer. Las distinciones que el doctor Boyd ha recibido a lo largo de su carrera en Panamá, en el resto de América Latina, en Europa y en otros países del mundo son innumerables. La publicación Perfiles Latinoamericanos de los 90’s, en un artículo escrito por Ela Navarrete Talavera, en 1992, menciona varios de ellos. Empieza con la Medalla de Oro Internacional Duke- Elder, el honor más alto que se le concede a un oftalmólogo. Asimismo, las “Jornadas Oftalmológicas Profesor Benjamín F. Boyd”, instituidas por los oftalmólogos de Panamá. La condecoración de la Orden Vasco Núñez de Balboa en el grado Gran Cruz y la distinción de la Orden de Cristóbal Colón en el más alto grado presentada por el doctor Joaquín Balaguer, presidente de la República Dominicana.
Además, el doctor Boyd ha sido invitado de honor por la American Medical Association (en 1965), invitado de honor por la Academia Americana de Oftalmología (en 1978), invitado de honor del Consejo Argentino de Oftalmología ( e invitado y Diploma de Honor de la Universidad de Puerto Rico (en 1979), invitado de honor del Consejo Brasilero de Oftalmología e invitado de honor del Consejo Latinoamericano de Oftalmología en Venezuela (en 1981), e invitado de honor al VIII Congreso del Instituto Barraquer de Barcelona (1982). Es miembro de las sociedades de oftalmología de Argentina, Canadá, Chile, Perú, Bolivia, Colombia, Guatemala, Venezuela, Brasil, Costa Rica y México. Ha recibido la Medalla de Oro Panamericana de la Sociedad Nacional para la Prevención de la Ceguera en los Estados Unidos. Igualmente la Medalla de Oro, Curso Andino de Oftalmología; Medalla de Plata Andrés Bello de la Universidad de Chile y Medalla de Oro Favaloro, Sociedad Italiana de Oftalmología. Otro de sus grandes logros se exhibe en la galería de fotos y reconocimientos de su apartamento, en un hermoso cuadro.
Es el que le concedió, en el 2007, The Governing Board of Editors of The ABI y que lo certifica como Great Mind of the 21st Century y que en su contenido en inglés indica que se trata de “una distinción para los hombres y mujeres cuyos logros e influencia son el resultado de un intelecto superior”. Son estos reconocimientos y una trayectoria brillante los que hacen que Enrique Nathaniel Prescott, enfermero del doctor Boyd y su amigo hace varios años, lo admire profundamente. —¿Cómo describe usted a su paciente? —preguntamos a Enrique y su carcajada no se hizo esperar. —Una gran persona y un gran profesional que ha logrado todo en su vida —fue lo primero que dijo—. Un hombre, que es reconocido en todas partes del mundo. Sus colegas lo alaban cada vez que lo ven. Cuando los médicos de aquí y de afuera ven al doctor Boyd, es como si saludaran al presidente de la república —cuenta sonriendo. Cree que todavía falta que el doctor Ben Boyd sea más conocido en su país, que se les hable más a los jóvenes sobre el aporte de este personaje. Esto, en el plano profesional; sin embargo, ya más relajado, Enrique reconoce en el doctor Boyd su amor por las letras y su fascinación por las mujeres bellas. —Es terrible, es enamorador —dice el enfermero que considera a Boyd y a los suyos como su propia familia. Y el cariño de Enrique es recíproco. Se nota en el doctor Boyd un respeto y aprecio por su enfermero, a quien él escuchó atento para luego interrumpirlo, con su característico sentido de humor, lo interrumpió para destacar las múltiples cualidades de Enrique en la cocina. “Yo le he dicho que puede irse a trabajar al Waldorf Astoria de Nueva York (el hotel)”. Hoy, setenta años después de aquella graduación del Instituto Nacional, se acabó la guerra. El doctor Boyd superó los obstáculos de la vida y se levantó airoso ante ellos. Mantiene intacto su carisma y el sentido del humor permanece aferrado a él, a pesar del tiempo. Recalca el doctor Boyd:
No es hasta ahora que nuestro país y sus capacidades educativas han llegado a perfeccionar la enseñanza de la medicina. No es hasta ahora que jóvenes enamorados de esta profesión tienen la seguridad de que pueden asistir a universidades preparadas para la docencia de la medicina y que no es necesario irse al exterior.
Ha vivido para ser testigo de esa transformación y, por eso, aprovecha para dejar el mensaje esperanzador a quienes, como él, desean servir a la humanidad a través del ejercicio de la medicina.
Referencias bibliográficas
Boyd, Benjamín (1950, enero). “La medicina en el medio siglo”. Revista Épocas.
Contreras, Francisco (2005, mayo). “Dr. Benjamín F. Boyd”, Mundo Social, no. 76.
Endara, Ernesto (2004). Por los caminos de la luz. Vida y obra del Dr. Benjamín F. Boyd, Panamá: Fundación B.C.
Guardia, Jovanka (2014). Entrevistas personales con el doctor Benjamín Boyd.
La Estrella de Panamá (1979, septiembre). “Homenaje al Dr. Boyd”.
Membreño, Mauro (2001, noviembre-diciembre). “Cómo nació el Banco de Ojos de Panamá”, Revista Lotería, no. 439.
Talavera, Navarrete Ela (1992, septiembre). “Benjamín F. Boyd, el hombre al servicio de la ciencia”. Perfiles Latinoamericanos de los 90.